Biografía del poeta maldito

Charles Baudelaire

"El culto a las imágenes, mi gran, mi única, mi primitiva pasión."



En el fondo, los franceses desprecian a aquellos autores que la escuela y la tradición les presentan como modelos sublimes. En cambio, se complacen en exaltar los defectos y miserias de aquellos que, como yo, son en verdad adorados. Cuando hablan de mí, críticos y maestros no me perdonan ninguna de mis desventuras, andanzas y vicios: la difícil infancia, la bohemia estudiantil, las prostitutas, los apuros económicos y las poses de dandi. Parece ser que no hay modo de justificar el genio sino por la debilidad o las manías; como si el artista no pudiese ser tal sino por causas reprobables. Mis flores del mal son consideradas una lectura para degenerados. Gautier, en su Rapport, ya advertía que mis flores eran venenosas; allá aquel que se atreviera a olerlas. El artículo de Le Figaro, que encendió la mecha del proceso de censura, hablaba de fango, podredumbre, inmundicia, impudicia y lascivia. Me silenciaron impunemente.

Desde la adolescencia supe que quería ser escritor. Sin embargo, me matriculé en la facultad de derecho. Pero no por estar matriculado, la vocación llegó a mí. No iba mucho a clase. Dedicaba mis días a la bohemia galante del barrio latino, en compañía de la noche encantadora, amiga del criminal.

Mi iniciación sexual fue, como era la regla entonces, asunto de prostitutas. Tuve que pagar por ello el altísimo precio de la sífilis.

La mujer que más me marcó fue La Louchette (Sarah, la bizca); la primera Venus tenebrosa, repugnante y atractiva a la vez. ¡La irregularidad, lo inesperado, la sorpresa o el estupor, son elementos esenciales y característicos de la belleza!

Mi familia, asustada por el estilo de vida que llevaba, decidió enviarme a probar fortuna a Oriente. Mi padrastro, Aupick, pensó que podría convertirme en un rico negociante. Pero la vocación y la capacidad para dedicarme a los negocios coloniales tampoco llegaron. El viaje a la isla Mauricio fue prácticamente el único viaje importante que realicé. Soy un hombre de ciudad, más aún de París, soy el poeta de la ciudad moderna, como el viejo libertino busca a la vieja querida, yo busco a la enorme ramera que me embriaga como un vino, que con su encanto infernal rejuvenece mi vida. Te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!, y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces placeres que no comprende el vulgo.

La isla Mauricio fue un viaje de reconocimiento. Mi encuentro con la señora Autard de Bragard, una bella criolla, elegante, distante y soberana, fue sobre todo el eco lejano de aquellas Venus parisinas, que ya habían atraído mi atención. En aquel mundo ideal, aquella mujer significó que mis gustos no eran tan pecaminosos: aquella mujer, casada y casta, fue objeto de una admiración silenciosa durante el tiempo que duró mi estancia. Así, el viaje a la isla Mauricio no fue una búsqueda, sino la ocasión de poder identificar unas necesidades íntimas que pronto Jeanne Duval iba a satisfacer. Ella me devolvería en París los ojos negros de mirada infinita, los cabellos negros olorosos, el comportamiento felino y el toque de sadomasoquismo que sazonaría mi vida cotidiana.

Las Flores del Mal, un poemario que no ha sido escrito para mis mujeres, mis hijas o mis hermanas, las hijas o las hermanas de mi vecino. No hay que confundir las buenas acciones con el lenguaje bello. Sé que el amante apasionado del bello estilo se expone al odio de las multitudes; pero ningún respeto humano, ningún falso pudor, ninguna coalición, ningún sufragio universal podrán obligarme a hablar la jerga incomprensible de este siglo, ni a confundir la tinta con la virtud.

Ilustres poetas, hace tiempo que se repartieron las provincias más florecientes del terreno poético. Me ha complacido, y tanto más cuanto la tarea presentaba crecientes dificultades, extraer la belleza del mal. Este poemario, esencialmente inútil y absolutamente inocente, no tiene otro fin que divertirme y estimular mi gusto apasionado por la dificultad. Algunos han apuntado que estas poesías podrían dañar; no he sentido alegría por ello. Otros, almas buenas, que podrían hacer bien; no me he afligido. El temor de unos y la esperanza de otros me resultan extraños.

Llevé Las Flores del Mal a un editor que gozaba de mala fama porque publicaba libros atrevidos. Era amigo mío desde hacía años. Otros editores lo rechazaron con horror, fue perseguido y mutilado en 1857. 

Después de la publicación y censura de mis flores del mal, mucha gente se volcó, con una cándida curiosidad, alrededor del autor de Las flores del mal. El autor de las flores en cuestión no podía ser sino alguien de una excentricidad monstruosa. Todos esos canallas me han tomado por un monstruo, y cuando vieron que yo era frío, moderado, educado y tenía horror de los librepensadores y de toda la estupidez moderna, decretaron (supongo) que yo no era el autor de mi libro... ¡Qué confusión cómica entre el autor y el tema! Ese maldito libro (del que estoy muy orgulloso) es pues muy oscuro, ¡bien ininteligible! Llevaré por mucho tiempo la pena de haber osado pintar el mal con algún talento.

 


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