Si alguna gloria existe en no ser comprendido, o en serlo muy poco, puedo decir, sin presunción, que, gracias a este poemario, la he obtenido y merecido de un solo golpe. Lo propuse en repetidas ocasiones a diversos editores que lo rechazaron con horror, fue perseguido y mutilado en 1857 debido a un malentendido demasiado extraño; lentamente rejuvenecido, acrecentado y fortificado durante algunos años de silencio, desapareció de nueva cuenta; gracias a mi descuido, hoy, este producto discordante de la Musa de los Últimos días, avivado de nuevo por algunos golpes de violencia, nuevamente tiene el coraje de afrontar el sol de la estupidez.
No es mi culpa; es la culpa de la necedad de un editor que se cree lo suficientemente fuerte como para afrontar el desprecio público. «Este libro será por siempre una mancha en tu vida», me predijo, desde el inicio, un amigo mío y gran poeta. Hasta este día, todas mis desaventuras le han dado la razón. Pero poseo uno de esos talantes felices que obtienen placer del odio, y que se glorifican en el desprecio. Mi gusto diabólicamente apasionado por la estupidez, me hace encontrar placeres particulares en el travestismo de la calumnia. Casto como el papel, sobrio como el agua, inclinado a la devoción como una comulgante, inofensivo como una víctima, no me disgustaría pasar por un libertino, un borracho, un impío y un asesino.
Mi editor cree que existe alguna utilidad, para mí como para él, en explicar por qué y cómo realicé este libro, cuál fue mi propósito y mis medios, mi deseo y mi método. Tal trabajo de crítica podría sin duda divertir a los espíritus enamorados de la retórica profunda. Quizá más tarde lo escribiré para ellos, y haré imprimir una decena de ejemplares. Pero, examinándolo mejor, ¿no es evidente que sería un trabajo totalmente superfluo, para unos como para otros, porque unos lo saben o lo adivinan, y los otros no lo comprenderán nunca? Temo parecer ridículo tratando de insuflar en el pueblo la inteligencia de una obra de arte, y, en esta materia, tendría miedo de igualar a esos utopistas que quieren, a través de un decreto, hacer que todos los franceses sean ricos y virtuosos de un solo golpe. Y, además, mi mejor, mi suprema razón, es que todo eso me aburre y me disgusta. ¿Acaso llevamos a la muchedumbre al taller de la diseñadora y del decorador, o al camerino de la actriz? ¿Mostramos al público, hoy interesado, mañana indiferente, el mecanismo de la magia? ¿Le explicamos las modificaciones y las variaciones improvisadas en los ensayos, y en qué dosis el instinto y la sinceridad se mezclan con la astucia y con el charlatanismo indispensables para la amalgama de la obra? ¿Le revelamos acaso todos los guiñapos, el maquillaje, las poleas, las cadenas, los arrepentimientos, las galerías pintarrajeadas, en fin, todos los horrores que componen el santuario del arte?
Por otro lado, hoy no tengo humor para todo eso. No tengo deseos ni de demostrar, ni de sorprender, ni de divertir, ni de persuadir. No estoy de humor, estoy nervioso. Aspiro a un descanso absoluto y a una noche continua. Poeta de la demente voluptuosidad del vino y del opio, sólo tengo sed de un licor desconocido sobre la tierra que ni siquiera la farmacia celeste podría darme -un licor que no contenga ni la vida, ni la muerte, ni la excitación, ni la nada-. No saber nada, no enseñar nada, no querer nada, no sentir nada, dormir y dormir, todavía, tal es hoy mi único deseo. Deseo infame y repugnante, pero sincero.
Dado que un gusto superior nos enseña a no temer contradecirnos a nosotros mismos, al final de este libro abominable he recopilado los testimonios de simpatía de algunos de los hombres que más admiro, para que de esa forma un lector imparcial pueda inferir que no soy digno de excomunión, y que, al haber logrado ser querido por algunos, mi corazón, tal vez, a pesar de lo que ha dicho no sé qué periódico infame, no posee «la espantosa fealdad de mi rostro>>
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